...hay un mundo de gente. Abajo, en el río, en el puente.
Un mundo de gente que sueña, que malvive, que se rompe la cabeza por salir adelante. Un mundo de malolientes y andrajosos, de jóvenes licenciados que utilizan su título para ir al baño, de familias que ven el agua correr. Clara y limpia, el agüita correr.
Y arriba del puente, las cosas pendientes. La gente que pasa, que mira y no siente. Porque hubo un momento en el que pensamos "nosotros estamos a salvo" y "nada malo puede ocurrir". Tumbábamos nuestras penas al sol y cuando sentíamos demasiado calor nos bebíamos una Cruzcampo. Qué rica, la Cruzcampo.
¿Y ahora, qué? ¿Dónde estamos ahora? Arriba del puente, están los de arriba, están los de abajo, que es menos que arriba. Y luego está el puente, que es menos que abajo. Qué va, qué va. Todavía tenemos techo para dormir y regalos el día de Reyes.
Mientras Pedro Guerra canta, en la intimidad ficticia de la Plaza Santa Ana, hay una persona (un loco, un ido, un colgado, un drogadicto quizá) que se emociona con la canción. Que es un visionario y se siente cantado, se siente nombrado. Olvida las normas, el protocolo, la educación. Todo a la mierda. Él sabe que está en el puente, que es menos que abajo. Lo sabe. Se acerca al cantante y le da las gracias, le da la mano. El brillo de sus ojos le hace parecer orgulloso, feliz.
Mientras, los demás, los de abajo pero arriba del puente, lo miramos enternecidos y piadosos. Pobre hombre, pobre loco. No tenemos la valentía de agradecerle a Pedro que nos cante esa canción. No. Porque aún no nos creemos que sea para nosotros. Es para ellos. Siempre será para ellos, aunque estemos durmiendo entre cartones después de perder lo poco que nos quedaba. Será para ellos...