El Blog

miércoles, 8 de julio de 2009

Regreso

Es dificil sentarse a escribir aquí cuando tantos cambios han ocurrido en tan poco tiempo. En primer lugar, va siendo hora de cambiar la cabecera de este blog. Lo de periodista frustrada y de erasmus debe darse por finalizado, acabando también, de este modo, el motivo por el que empecé a escribir estas entradas, el de relatar un poco todas las percepciones y situaciones que se iban sucediendo en mi persona desde aquél pueblecito abruzzesse. Ya nada más desde Teramo, nada más desde Italia.

El fin de esta etapa ha sido algo más duro que los demás finales a los que ya estoy bastante acostumbrada. Puse un punto y final a Jerez, a Sevilla, un punto y a parte a Canarias... Aún así, sin duda, la del pasado día 22 fue una de las despedidas más tristes. Allí me iba cargada de maletas, cargada de kilos, pero con el alma casi vacía. Me monté en ese autobús de Arpa que me llevaba a Roma mientras por la ventanilla veía a mis catorce o quince niños, los catorce o quince con los que he compartido risas, borracheras, alegrías, tristezas, preocupaciones y quizá alguna que otra horita de estudio. Faltaban algunos, pero a ellos aún le quedaba algo de vida Erasmus y estaban de viaje. De todas formas, también los recordé. Me decían adiós con la mano, y yo sólo podía pensar en cuándo volvería a verlos, sobre todo cuando podríamos volver a estar todos juntos. Tarea complicada. Llegué a Roma y allí más llantos. Paseaba por sus callecitas, por sus iglesias imponentes, me senté media hora delante del Panteón (que para el que aún no lo sepa, es mi lugar favorito de la ciudad, aunque esté lleno de turistas), saqué fotos, me deleité con Piazza Navona, viendo a sus dibujantes hacer retratos. Y me di el gusto de comerme mi último cornetto di Nutella, y la última pizza al taglio. Roma... ciudad eterna.

La llegada a las islas, por suerte, calmó un poco la ansiedad que me había producido la despedida de Italia. Al bajar del avión, después de las siete horas de esperar en Barajas, sentí la humedad del mar, el olor a sal que se cuela por las rendijas del pasillo que nos lleva a las cintas transportadoras. Aún era de día, pero los rayos de la luna empezaban a reflejarse en el cielo un poco cubierto de nubes. Saludos a papá y nos vamos en el coche a casa. Allí, mi madre y Álvaro, cansados después de un duro día, me saludan. (A decir verdad, Álvaro estaba durmiendo, pues hacía poco que había llegado de Aquapark y su cuerpecito en pleno desarrollo no aguantó tanto como para esperarme despierto). Lo besó y pienso que cada vez está más grande, que pronto superará mi metro y cincuenta y ocho centímetros. Cena rápida y oigo el cláxon. Me asomo. Es él. Bajo las escaleras y me lo encuentro afuera, esperando el abrazo que llevábamos postergando dos meses. Es él. Por fin, es él. Nos actualizamos rápidamente, aunque a decir verdad sabemos todo de nuestras vidas gracias a los quince o veinte minutos de conversación que tenemos a diario. Es la noche de San Juan, y yo estoy de regreso, y él ha acabado sus exámenes. La Playa de las Canteras está llena de gente, entre los que se encuentran viejos conocidos. Más abrazos. Estoy contenta de encontrarme aquí, de beber un poco de Arehucas, de sentirme en casa, al menos en una de ellas.

Los días siguientes han transcurrido con normalidad. Moreno dorado gracias al sol de mis canarias, peleas de hermanos que acaban con la certeza de que este renacuajo es todo para mí, viaje a Lanzarote, besos y más besos con él. Eso sí, no hay día en el que no piense en Teramo, en mi città che cambia, en que allí todavía están algunos de los que han sido mi familia este año. Saldrán a las mismas discotecas a las que yo iba, pasearán por el Corso (ya sabemos, corso arriba, corso abajo...), verán a los locos, comerán pizza de Mario.

Mientras tanto, yo me consuelo pensando que a todos les llegará el momento de decir adiós. Y me alegro imaginando un bonito reencuentro dentro de poco en alguna ciudad de la geografía española.

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