El Blog

sábado, 10 de diciembre de 2011

London, a few months later...


La ciudad te atrapa y te consume. Es grande, grande, grande. Tan grande como nunca llegaste a imaginar. Casas y calles se multiplican hasta el infinito, todo en el sentido contrario. Después del cuatro no va el cinco, sino el tres. La guagua no es la guagua, sino el bus (pronunciado bas). La hora de la merienda es la hora de la cena. Los cielos azules, cuando los hay, no son sinónimo de calor, sino de frío y humedad. Los inmigrantes no son los extraños, sino los dueños de todo. Aquí, los británicos son la excepción. Y el café con los amigos es una carrera suicida por las intersecciones de la City rodeada de desconocidos. En un vaso de cartón con el símbolo de Starbucks, eso sí. Corres y te pisan los talones. Así es Londres.


Los días transcurren en viajes bajo tierra, música de Ismael Serrano en el MP3 y periódicos gratuitos y sensacionalistas recogidos en la puerta del metro. Me pregunto qué habría pasado si hubiera nacido aquí. ¿Escribiría ahora para el Evening Standard? Un diario vespertino con basura de información. La historia de mi vida, si me lo propusiera, podría aparecer escrita en una de sus páginas. 

Preparo bocadillos extraños, con salsas que sólo le gustan a los ingleses. Paso mi tiempo con compañeros de Costa de Marfil, Nigeria, Israel, Hungría, Bangladesh. Hay países que no sabía que existían antes de llegar aquí. Hablo un inglés mediocre que me saca de algún apuro. Atiendo a los clientes que no tienen tiempo para reir, porque perderían pounds por ello. 

Y a pesar de todo, de la tristeza camuflada en un tiempo oscuro, de las caras dormidas del vagón de la Northern Line, de no conocer a mis vecinos, de lo impersonal de este sitio, todos venimos a buscar algo a Londres. Licenciados, masterizados, doctorados, buscando trabajo de camarero en esta capital. Es más de lo que hay en casa, anyway. Tratas de no pensar demasiado en los que dejaste allá, en el hermano adolescente, en las playas paradisíacas, en la cena de navidad. No es la primera vez que vives fuera, pero sabes que ahora puede ser más largo que de costumbre.  

Al final, sonríes cuando lees la preocupación de los ingleses acerca de esta crisis, de que sus jóvenes no encuentran trabajo. Sonríes porque no te queda otra, porque en el fondo piensas que ellos no saben lo que es una auténtica crisis. Porque te mueres de tristeza al volver la vista atrás y ver cómo tu país, tu ciudad, se tambalea ante la que tiene encima y empieza a parecerse más a un país en vías de desarrollo que a cualquiera de sus colegas de la eurozona. Eres consciente de que ya no eres estudiante de Erasmus, ni una aventurera que pasará un tiempo en otro país para aprender inglés. Eres (soy) una inmigrante más, en el sentido más duro de la palabra.




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