El Blog

miércoles, 11 de julio de 2012

Luchemos por España

Me gusta España. Lo digo así, a boca llena, en un momento en el que decirlo puede ser casi suicida: te pueden tachar o bien de patriótica renegada o, en su defecto, de simplista radical sin el más mínimo conocimiento de lo que está pasando ahora en el país. Pero lo cierto es que después de las idas y venidas alrededor del mundo puedo decir que me encanta España y que no conozco un lugar mejor para vivir. Y, sin darnos cuenta, están acabando con nuestro pequeño trozo de paraíso.





Ya hace casi un año que fijé mi residencia en Inglaterra. Londres, la vía de escape para muchos de mi generación. A pesar de tener una excusa perfecta (una beca más, rellenar una línea del currículum con el nombre de una bonita empresa con sede en la capital de Europa), muy en el fondo sabía que lo que me empujaba a abandonar mi casa ya no era la formación, sino el sentimiento de impotencia y desgana que se respiraba en todos lados, la desesperanza que provoca el enviar cientos de solicitudes para trabajos miserables y que ni siquiera se dignen en responder. El hecho es que durante este tiempo he sido testigo directo del modo de vida que llevan en una de las primeras potencias mundiales. La crisis (aunque ellos dicen que la hay) apenas se nota y es relativamente fácil encontrar un trabajo con el que sobrevivir. Eso sí, los costes a pagar no son desdeñables. Horas perdidas en un transporte público eficiente pero caro; asumir que se es un inmigrante y, por consiguiente, el último en el escalafón social; sentirse parte de la inhumanidad que rodea a la ciudad; no hablar con nadie durante días, quizá; ver como las dosis de vitamina D de tu cuerpo se van reduciendo; esperar eternamente al verano y autoengañarse pensando que a lo mejor la semana que viene, quién sabe, hará buen tiempo. Estos son algunos de los contras que hacen que la vida aquí no sea del todo idílica. 

Es cierto que en España, esta España mía, esta España nuestra, la cosa está jodida, hablando en plata. La situación empezó a volverse negra hace casi cuatro años, allá por 2008, cuando nos decían que esto sería pasajero y que pronto empezaríamos a remontar. Ahora, en 2012, he perdido la cuenta del porcentaje de parados que esperan el maldito cambio. Conozco de primera mano las necesidades que la clase trabajadora y humilde de mi país está pasando. Ya no son extraños los casos de niños que van sin desayunar al colegio, o de las familias que tienen que acudir a las ayudas sociales para seguir adelante. Ni hablar de salir a cenar fuera, de alquilar un piso en Benidorm para el verano o de gastarse unos ahorrillos en las rebajas de junio. Pero lo mejor de todo es que, a pesar de tanta miseria, seguimos siendo un pueblo feliz en su mayoría. No nos hace falta más que salir a la calle a disfrutar del calor de las últimas horas de la tarde, compartir una litrona con los amigos mientras algún grupo aficionado ensaya con los bongos o las guitarras flamencas a nuestro lado. Bajar a la playa y zambullirnos en el mar, oír las olas y los niños con su adorada infancia mientras leemos un libro de esos que permanecen en nuestra memoria. Sacar la silla plegable a la casapuerta y tener una reunión con todas las vecinas, que cotillearán sobre lo que le ocurrió a la hija de fulanita y lo mal que lo está pasando menganito. Que te falte sal y sepas quién es tu vecino y saber que no tendrás problemas si vas y le pides un poco, porque somos generosos y sociables y nos gusta hablar y reírnos. 

Es por esto por lo que me da tanto pavor lo que nuestros políticos incompetentes están haciéndole al país. Juegan con nuestros ciudadanos, con nuestra fe y con nuestro optimismo. Poco a poco conseguirán que, de repente, no quede nadie a quien recortar el sueldo, porque todos nos habremos marchado. Subirán el IVA a los fantasmas de los que una vez fueron familias felices y que ahora no son más que grupúsculos de humanos intentando sobrevivir. 

Las próximas navidades no habrá paga extra para los funcionarios. Será más duro que nunca poner una mesa llena de manjares y comprar buenos regalos a nuestros hijos o padres. Pero por favor, no dejemos de cantar villancicos, que son gratis, ni de visitar a los abuelos. Ni siquiera dejemos de poner algo, por mínimo que sea, bajo el árbol de Navidad. Saquemos las figuritas del Belén y pasemos unas horas decorando nuestro salón. Sencillamente, no dejemos que nos ganen la batalla. Sigamos siendo felices y riendo, siendo españoles. Y luchemos, no ya por regresar a aquellos tiempos en los que teníamos dos casas, tres coches y cuatro televisores, sino por poder volver a bajarnos a tomarnos una caña y unas tapas sin  preocupacioens en la cabeza, sin tener el remordimiento en segundo plano acerca  de si esa nimiedad de dinero supondrá llegar, o no, a fin de mes. 

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