El Blog

miércoles, 14 de octubre de 2009

Superhéroe de cartón (I)

Se terminó el vaso de leche de un sorbo. “¡Hasta la última gota!”, le decía siempre su madre, pensando que con su tono jovial haría creer al niño que aquel líquido blanco (o marrón, si le echaban un par de cucharadas de ColaCao) era una auténtica diversión. Por suerte, él siempre la obedecía, ya que aquella era la parte que más le gustaba, con todo el chocolate condensado en el fondo, resbalando despacio hasta que llegaba a su boca y se producía la explosión de los sentidos. Todavía quedaban unos minutos hasta que acabase su programa favorito. Recogió la mesa lo más rápido que pudo y se fue directo al salón. La televisión comenzó a emitir imágenes y sonidos, tecleó varias veces en el mando y buscó su canal. Era una lástima que Jorge tuviese cita en el dentista y no pudiera ir hoy a su casa, aunque en realidad se tenía merecida todas las caries por no compartir con él la bolsa de golosinas que había llevado al colegio. Cuando acababa el programa, sobre las seis de la tarde, solían jugar juntos a héroes y villanos. Él siempre era el héroe, y Jorge el malo al que había que derrotar. Hoy no le quedaba más remedio que confiar en su imaginación para recrear una figura contra la que luchr.

Cuando acabó, Pablo cantó a gritos la sintonía de la serie tratando de seguir los sonidos que salían del aparato. Debido a la merienda no había podido verla entera, pero no le importaba porque ya era la tercera vez que la retransmitían y se sabía de memoria todo lo que sucedía. Joker había colocado una bomba en uno de los edificios más importantes de la ciudad y en unos minutos haría explosión. Por suerte, como siempre sucedía, Batman estaba cerca para solucionar el problema y darle a aquel payaso su merecido. Sin duda alguna, para él aquel era el mejor superhéroe de todos los tiempos, y también para Jorge. Éste era el motivo principal por el que eran amigos. Desde que se conocieron el primer día de colegio habían compartido millones de aventuras, de estampas y de videojuegos. Por lo demás, su amigo era un tanto insolente y muy poco generoso. A veces, se enfadaban durante días o incluso llegaban a pegarse alguna que otra patada, pero al fin y al cabo eran los dos únicos que entendían a Batman en todo el barrio y eso los obligaba a llevarse bien la mayor parte del tiempo.

Los pasos de su madre sonaron en la habitación. Pablo sabía que era ella por el compás que hacía al caminar, rítmico y pausado. «Clank, clank, clank». Los de su padre sonaban muy diferentes, seguros y firmes, sin ningún movimiento de más. Era algo así como «pum, pum, pum». En realidad, le habrían dado un poco de miedo, si no fuera porque lo conocía de toda la vida. Cuando la vio aparecer en el marco de la puerta, se abalanzó sobre sus brazos buscando el refugio que siempre le brindaban. Pero en esa ocasión, apenas hubo sentido el roce suave de la piel, las palabras le sacaron de su particular mundo de felicidad.

- “Pablo, hijo, apaga la televisión y deja de hacer ruido, estoy intentando concentrarme. Anda, ve a jugar a tu habitación un rato”

Se sintió un poco desilusionado. Siempre que su madre aparecía, él imaginaba que sería para jugar juntos, que le contaría un cuento, o que le ayudaría a hacer sus deberes. Al final eso nunca sucedía, pero al fin y al cabo ella era la madre más importante de todos los niños del colegio, más incluso que la de Sonia, que era la directora. Según le habían explicado, toda la ciudad funcionaba porque ella trabajaba para que así fuese, y tomarse algún tiempo libre más de lo debido tendría terribles consecuencias. Cuando le decían eso, Pablo se iba cabizbajo pero orgulloso, pues imaginaba que gracias a su madre los villanos permanecían en la cárcel, no explotaban bombas y los trenes no descarrilaban porque alguien hubiese doblado las vías. Sí, tenía que entenderlo y que portarse bien.

Obedeciendo las órdenes, apagó la televisión y se dirigió a su cuarto de juegos. Ya lo habían avisado de que cuando tuviese un hermanito todo aquello debía desaparecer para convertirse en una nueva habitación. A él no le importaba, porque así tendría con quien jugar las tardes en las que Jorge fuese al dentista, además de un compañero con el que hacer expediciones por los arbustos escondidos del parque. Desde la puerta, echó un vistazo rápido a su alrededor, por las estanterías y los baúles. Tenía millones de juguetes, aunque la mayoría eran para jugar con alguien. Encendió un rato la Wii, pero cuando estaba a punto de ganar el partido de tenis su mando se quedó sin pilas y sus adversarios, unos muñecos que él mismo había creado y que parecían una mezcla entre cerdos y extraterrestres, vencieron en el último minuto. Aburrido, se tumbó sobre la alfombra a mirar el techo. Entonces fue cuando se le ocurrió la gran idea. Se dirigió corriendo a la caja donde guardaban los disfraces de carnaval y de las fiestas de cumpleaños y revolvió todo hasta que encontró su favorito. Se lo había regalado su prima Marta cuando cumplió los seis años, cinco meses atrás, por lo que aún le quedaba bien. Se lo probó y decidió que quizá estaba un poco corto de piernas, pero eso no importaba porque las botas lo taparían. Para terminar de transformarse le faltaba un detalle: el antifaz negro. El problema era que lo había perdido mientras saltaba en la piscina de bolas y nunca pudo recuperarlo. La única solución que se le ocurrió fue fabricarse uno, para lo que necesitaba pintura, papel, tijeras y una de las gomas del pelo que utilizaba mamá. A hurtadillas consiguió los materiales (tenía terminantemente prohibido utilizar aquellas tijeras con punta que había en la cocina) y en menos de quince minutos tenía lo que buscaba. Se colocó su creación sobre la cabeza, tal y como los reyes se ponían la corona, se puso delante del espejo y se emocionó al ver su imagen. Era la copia en pequeño de su superhéroe favorito, y estaba seguro de que si salía así a la calle nadie dudaría de su autenticidad. Incluso le entró un ataque de risa al pensar que podría presentarse disfrazado de esa forma en la consulta del dentista y asustar a Jorge diciéndole que todos sus dientes se le caerían uno por uno si no cambiaba y empezaba a compartir sus golosinas en el recreo.

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