El Blog

viernes, 14 de mayo de 2010

Ana enamorada

Aquella mañana, como tantas otras que marcaban su rutina perfecta, Ana se había levantado temprano. Le gustaba dormir desnuda para sentir el calor del nórdico directamente sobre su piel, para no enredarse entre perneras caprichosas que se obstinaban en trepar por sus canillas buscando dios sabe qué. Sin intentar taparse, se dirigió a la cocina y preparó la cafetera, divertida al pensar que su vecino vouyeaur debía disfrutar muchísimo con aquel espectáculo. En unos minutos estaba saboreando el sonido que indicaba que el café estaba listo y despertando con el cálido aroma que emanaba del otrora frío acero. Pero algo fallaba en la escena repetida hasta la extenuación cada 08:00 a.m. de cada día laborable. A diferencia de otras veces, se encontraba sola ante el ritual. Jorge no aparecía entre bambalinas ni attrezzos. De hecho no había dormido en su cama, ni había oído su canto en la ducha, ni la había besado mientras ella aún remoloneaba entre las sábanas, mojándole los párpados con las gotas de agua que caían de su pelo. Como lluvia de abril... como lluvia de abril.

Se habían conocido hacía casi siete años en un Madrid apático y nostálgico de felicidad. Ingenuos turistas, típicos visitantes, ambos esperaban para fotografiarse ante el portal del piso que alguna vez Calamaro tuvo en la capital española. Qué curioso. Ahora era ella quien, como los salmones, tenía que aprender a volver a casa, deshacer el camino de sueños e ilusiones. Río arriba, contracorriente.

Miró el reloj. Absorta entre tanto pensamiento se le había hecho tarde. Se vistió a toda prisa, apuró el último sorbo del líquido amargo y salió a la calle, despampanante doncella de ojos tristes. Caminaba a un ritmo uniforme, seguro, constante. De nada sirvió, pues al poco sintió un dolor agudo en el centro del pecho. No podía pasar por allí. Ante sus narices se mostraba, espléndida como siempre, la plaza cargada de naranjos en flor, el olor a azahar, los bancos vacíos que esperaban la llegada de los colegiales a la hora del recreo. Aquel había sido el rincón en el que Jorge y ella acudían cuando necesitaban viajar sin moverse de la ciudad, cuando el agobio y las prisas le pisaban los talones y obnubilaban toda predisposición a ser felices. Instintivamente, movida por el miedo indescriptible de cruzar la plaza, corrió hacia una callejuela estrecha esperando encontrar algo desconocido allí que le permitiese claudicar en sus conexiones mentales. Estaba nerviosa, respiraba profusamente, casi jadeando. En realidad, no entendía muy bien a qué venía todo aquello. Ya hacía algún tiempo que el fatídico desenlace tantas veces imaginado se había materializado de la forma más rutinaria del mundo. Una taza de café, un quiero ser tu amigo y el manido ya nos veremos fueron el broche final de un mundo que para ella había llegado a ser el único y verdadero. Se dejó caer cansada sobre una pared fría y blanca y se deslizó hasta quedar sentada sobre la acera. Fue entonces cuando sintió una especie de murmullo, unos ojos que la espiaban. Se asustó y pensó que debía resultar realmente patética allí tirada, huyendo de un parque y una voz desconocida. Al incorporarse se encontró frente a frente con un hombre al que identificó como un mendigo: desdentado, sucio, con la piel ajada y una sonrisa sin escrúpulos. Toma, bonita, le dijo. Mientras le alargaba su mano, Ana alcanzó a ver los dedos un tumulto de color, pétalos y espinas. Eso era precisamente lo que menos necesitaba, no quería rosas en su vida, no quería nada que le recordase a él. Sin esperar una respuesta, el hombre se deshizo de su regalo colocándolo a los pies de Ana, se dio la vuelta y desapareció. Motivada por un natural instinto curioso, se agachó para inspeccionarlo. Lo miró como si entre sus hojas se hayase un codiciado secreto, lo olió aspirando con fuerza, tratando de rememorar alguna noche de pasión. Entonces descubrió una nota minúscula debajo de la flor. La leyó.

“Bodtoie. No una rosa. Esto es un bodtoie. Huélela cuando lo necesites y volverás a enamorarte. ¿Magia? Quizás...”

Aquello parecía una broma de cámara oculta. De repente una extraña sensación se apoderó de ella. Ana trato de contenerse, pero le fue imposible y una tímida sonrisa apareció en sus labios que por primera vez en mucho tiempo expresaban alegría. No podía ser cierto, pero sin previo aviso sentía unos deseos irrefrenables de buscar al mendigo.

1 comentario:

Lorena dijo...

Espero que haya más mañanas que contar en la vida de Ana... :)