El Blog

lunes, 10 de mayo de 2010

Excursión a Montserrat

Hacer excursiones es algo que me divierte desde pequeña. Pasar un trayecto relativamente corto mirando paisajes, cantando u oyendo canciones, imaginando qué encontrarás al final del camino. Entonces llegas y te dispones a explorar una zona desconocida, a descubrir los secretos que se encuentran entre ventana y ventana, en los ojos de las cerraduras.

Ayer organizamos una de estas excursiones al Monasterio de Montserrat. Bien es sabido que no soy una santa devota y que más bien se me podría calificar como atea, por lo que aquello que más me emocionaba no era pensar en poner mis pies bajo techo sagrado, sino hacer el camino que llevaba hasta aquella construcción, sentir a las montañas rodeándome, volverme pequeña ante un mundo gigante y magnífico. Lo cierto es que de todos los que viajaban en el vagón fuimos los únicos que optamos por esta opción más sana y económica (la cremallera costaba 8€). Así que, algo asustados por la advertencia de una caminata de cerca de dos horas, nos pusimos rumbo a nuestro santo monasterio. La primera parada era en Monistrol de Montserrat, un pueblo de 3000 habitantes, en el que pudimos disfrutar de un espectáculo propio de las tierras catalanas: los castellers. Una masa de hombres que hacían fuerza conjunta para que nadie sufriera, para proteger lumbagos, espaldas y cervicales. Niños que trepaban hasta llegar a lo más alto, que se colgaban de brazos y piernas, que enredaban sus pequeños pies entre las canillas de cualquiera. 

Allí nos indicaron la dirección para empezar nuestra ruta de senderismo. Al principio, caminos angostos, trepar por piedras, saltear algún que otro barrizal. Al poco, todo se hizo mucho más sencillo. Terreno llano y casi todo el tiempo cuesta abajo. ¿Que cómo era posible descender si el Monasterio estaba sobre nuestras cabezas? Lamentablemente, nadie se hizo esta pregunta. Después de caminar durante más de media hora desembocamos en una carretera, aunque lo que más nos sorprendió fue ver un letrero que indicaba que para llegar a nuestro monasterio debíamos deshacer todo lo andado. Refunfuñamos y protestamos, pero no había más remedio que dar media vuelta y tratar de descubrir en qué punto nos habíamos desorientado... Lo cierto es que nos habíamos confundido nada más empezar, justo en el momento en el que se iniciaba el afable camino. Como ya eran más de las dos de la tarde y el tiempo invertido hasta el momento nos había dado cero beneficios, tomamos la más sabia decisión: bajar de nuevo a Monistrol y bebernos unas buenas cervezas en honor de todos los santos de este mundo. 


Después de dos jarras de medio litro y una tapa de ravas, a precios populares y rurales, llegó el momento de volver a Barcelona. Una visita rápida por las calles, un par de fotos a algunas puertas antiguas, a candados oxidados y a ventanas rotas. Finalmente, caminamos bajo la lluvia y cogimos el ferrocarril que nos devolvía a la gran urbe, a la masa de hombres que no se abrazan, a las montañas de gases que emanan de los coches. A las cervezas a 3€...

1 comentario:

Anonymous dijo...

y menos mal que no se levantaron a las 11 de la mañana y dijeron eso de.... ¡y tan bonito que está! :):):)